Inmersos en la crisis sanitaria, social y económica producida por el desafortunado coronavirus (COVID-19), observo una incesante proposición de consejos, pautas y tareas para sobrellevar el confinamiento de la mejor manera posible. Todos hemos leído, escuchado y compartido alguna de ellas. Yo también.
Comprendo que todas esas proposiciones tienen el objetivo de hacer que el confinamiento realizado (por el bien de todos) se haga lo más organizado y ameno posible. La intención y la finalidad son buenas y necesarias, todos las compartimos.
Sin embargo, considero que hay una delgada línea que separa la estructuración de la invalidación. Una delgada línea que puede llevar a confusión.
La estructura nos permite tener una mayor sensación de control de la situación que se nos presenta. La sensación de control disminuye el malestar, podemos (o creemos que podemos) llevar a cabo algunos comportamientos y nos sentimos bien por ello. Por ejemplo, si limpio tengo sensación de estar previniendo una posible infección o, si sigo el horario que me he planteado para teletrabajar, tengo la sensación de logro de mis objetivos.
La incertidumbre, no saber qué va a pasar, y el no-control, no poder hacer nada, son de las emociones más displacenteras que puede vivir una persona en un momento dado. En extremo, nos podrían llevar a la resignación y a las consiguientes conductas de riesgo.
Tener horarios, jugar a juegos de mesa, ver series y películas y demás actividades está fenomenal. Estas actividades buscan que estemos tranquilos y oxigenemos nuestros pensamientos de la crisis que estamos viviendo, de la tensión.
La estructura es clave pero debemos tener claro que no es suficiente por sí misma. Huyamos pues de la fusión estructura-bienestar.
Es un amortiguador necesario, el cinturón y airbag de seguridad ante un suceso de gran impacto emocional.
Ahora bien, ¿qué sucede si llega el impacto? ¿Y si nos chocamos ¿Y si chocan contra nosotros?
La estructura nos protege, sí, pero el golpe tendrá unos efectos. No desaparece.
Aquí es donde aparece el proceso de validación o invalidación, según cómo actuemos.
El proceso de validación es aquel en el que aceptamos, sin juzgar, el estado emocional de la otra persona. Sea cual sea. Permitimos que exprese dicha emoción, sin interrumpirla o cortarla. Por el contrario, la invalidación aparece cuando tratamos de sacar a esa persona de su estado emocional. Queremos que, mágicamente, tenga una valencia emocional que sea neutra o agradable para nosotros, quienes les rodeamos, en lugar del proceso emocional intenso y desagradable que está viviendo.
El paradigma de la invalidación lo hemos vivido todos alguna vez; un niño llora y algún adulto saca un juguete con la pretensión de que cambie su estado emocional de tristeza o enfado a la alegría, el polo opuesto nada menos. O ese consejo sabio en el que alguien, al verte agitado te dice –tranquilo-.
Y es precisamente en este punto donde debemos mantenernos sobre esa delgada línea que une la estructuración con la validación. Si no andamos con cautela, la invalidación nos acecha.
Las emociones son respuestas de adaptación. Ya lo estudió Darwin, ¡nada menos! Nos señalan la carretera por la que conducimos. No conduces a 120 por una carretera comarcal, ni vas a 50 en una autovía.
Las emociones nos dicen cómo debemos conducirnos en determinadas circunstancias.
Tengo la sensación de estar en un momento hipertímico, hay que pasárselo bien, estar alegres, ya no subo fotos de viajes pero sí de retos, hago de DJ en el balcón. Aprender en casa nunca había sido tan divertido y hago más deporte que en los últimos 10 años. Que no decaiga. Entusiasmo y solidaridad son los titulares.
¿Es normal estar alegre en una situación de crisis? ¿Ser productivo a toda costa? ¿Estar hiperactivo? ¿Tener programada cada hora del día festivamente? ¿Te imaginas a la gente en Siria o a los migrantes en el Mediterráneo siguiendo estas pautas para conseguir “estar bien” (no pretendo comparar las situaciones)?
Estamos conduciendo a 120 por la comarcal. Y este exceso de velocidad hace que el impacto sea mayor.
En mi profesión, la psicología en el ámbito clínico, llamamos a esto evitación. Estamos mirando hacia otro lado, un “no pasa nada”, “no es para tanto” (estamos sacando el juguete y diciéndonos –tranquilo-). La evitación lleva a la invalidación de los estados emocionales propios de esta crisis.
Debemos reducir la velocidad.
Estructura, sí. Momentos de estar a solas con uno mismo, también. Momentos de confusión, miedo y tristeza, por supuesto.
Tengamos claro que estar triste no es una enfermedad, estar nervioso no es una enfermedad, estar enfadado o sentir impotencia no es una enfermedad. Son reacciones normales ante circunstancias excepcionales. Joder, esto es lo más normal que te puede pasar.
Preocuparte, mostrar debilidad o llorar delante de tu familia no es una enfermedad, es un acto de valentía y te hace más humano.
Víctor M. López Virgós